En Maracaibo, Capriles es recibido por el gobernador Pablo
Pérez y la alcaldesa Eveling Trejo. Liliana Hernández, con su proverbial
simpatía, nos pide seguirla escaleras arriba de un camión. Es como un enorme
balcón rodante. Pregunto la necesidad de hacer una caravana en una zona donde
la oposición ha reinado durante años. Me aclaran: vamos al Maracaibo que pocos
conocen, al oeste. Al sitio donde nunca ha llegado una gota de petróleo. Al
único territorio del Zulia donde suele ganar el chavismo. Ese ha sido el alarde
de Capriles durante su campaña: penetrar, sin miedo, los lugares donde
históricamente la oposición ha sido derrotada.
5:00 pm. La parroquia Venancio Pulgar es un lugar que hiere
la vista de cualquier ser humano. Un paisaje que crispa. Un lunar vergonzoso en
un estado lleno de oro negro. Calles de tierra, sin alcantarillas, casas
precarias, llenas de perros famélicos y puertas desgonzadas, montañas de basura
en lo que deberían ser jardines. La parroquia entera parece un escombro. Un
lugar arrasado por alguna tormenta. Un olvido de Dios. La caravana surca 24 kilómetros de
pobreza sobrecogedora y extrema. Algunos de sus habitantes no parecen personas,
sino fantasmas, espectros de la miseria, siluetas turbias, manchados de grasa y
resignación. Ese lugar es el peor de los saldos del estado paternalista que
consolidó la cuarta República y que este proceso revolucionario llevó al
paroxismo total. Lo único con olor a nuevo en esos monumentos de la miseria es
el afiche del Presidente. El resto es ruina, carencia, pies desnudos, aguas
negras y oscuridad.
Cuentan que días atrás, conociendo ya la ruta de la
caravana, el oficialismo vino a sembrar sus trincheras de guerra. Por eso, a
cada tanto, nos conseguíamos con lo que llaman “los puntos rojos”, grupos con franelas
rojas voceando un odio absurdo. Asombraba ver a muchachas de 14, 15 años
señalando con grotesca afectación sus genitales, en un gesto de sórdido desafío
que no calzaba con la edad de sus ojos. Eran herederas directas de la
agresividad que Chávez ha destilado durante más de una década. Alguien nos
comentaba: “¡Eso es nada! ¡Antes no podíamos entrar a esta parroquia! Nos
tiraban huevos, piedras, botellas. Lo de hoy es inédito. Logramos penetrarlos.
¡La gente se cansó de esa estafa llamada socialismo!”.
Ir en una caravana sobre un camión exige tener los sentidos
en alerta máxima. A dos cuadras del inicio, se escuchó el primer grito:
“¡rama!”. Nos acercábamos a la rama de un árbol justo a la altura de nuestra
cabeza. Treinta personas al unísono nos agachamos para evitar el golpe. Otra
vez arriba. Al instante, un nuevo grito: “¡cable!”. Y otra vez agacharnos para
evitar el latigazo de un cable de luz en nuestra frente. Estábamos en mitad de
una extravagante sesión de aerobic. Los gritos de “¡cable!” y “¡rama!” se
alternaban con variantes como “¡zapato!”. Estaba allí, el emblemático zapato de
la marginalidad que invariablemente termina enredado en un cable de luz,
mientras ostenta su abandono.
De pronto, apareció un invitado no previsto en la agenda: la
noche. Todo se volvió una oscurana. Desde una callejuela, vi salir a dos
motorizados con el rostro oculto detrás de pañuelos rojos. Pensé lo peor. La
noche, a veces, es una cómplice sin escrúpulos. Barrera Tyzska y yo le
comentamos a Manrique lo inconveniente de continuar la ruta. Estábamos en una
zona donde pudiera ocurrir cualquier cosa. Lo que nos dijo un asistente nos
congeló: “Falta la mitad del recorrido. La calle está llena de gente. Henrique
no va a querer parar”.
Media hora después, el cielo soltó una tanda de relámpagos.
La lluvia se agregó a la caravana. La noche anterior había granizado, lo cual
había sido leído como una respuesta de la geografía zuliana a la sentencia de
Chávez: "Para que gane el majunche, tendría que caer granizo en Maracaibo".
Reaparecen, empapados, Capriles, Eveling, Liliana, Pablo Perez. Adentro,
esperaba al candidato un periodista del The Sunday Telegraph. A los 5 minutos,
Capriles ya le está dando la entrevista, y en fluido inglés. Pero el recorrido
no podía terminar, la gente seguía apostada bajo una lluvia violenta gritando
una arenga interminable: "Que se abaje". Él abría la ventana o se
asomaba en la puerta y ocurría la histeria. Por las ventanas entran cartas,
mensajes pidiendo ayuda económica, remedios, becas de estudio. De mi lado, un
joven mete la mano para saludar a Eveling Trejo que está sentada a mi lado:
"Yo no quiero que me resuelvan nada a mí, yo solo quiero que cambien el
país".
La caravana había empezado a las 5:00 pm, eran las 9:00 pm,
las nueve oscurísimas de la noche y todavía había puñados de gente esperando a
Capriles, quien tuvo que detenerse 4 o 5 veces más a devolver tanto afecto. Dos
vendavales se desataron sobre Maracaibo ese día. El más notable, sin duda, a
cargo de un tenaz caraqueño que carga la marca del futuro en su rostro. Al
cerrar la puerta de la habitación del hotel sentí un silencio distinto. Era el
silencio que le sigue a la fiesta. Había sido testigo del furor ante un nuevo
líder. Así de sencillo. El furor. Al día siguiente, en el vuelo de regreso, fue Capriles quien
–cambiando las reglas del juego– comenzó a interrogarnos sobre la difícil
arquitectura de una telenovela o la calidad de ciertos actores locales. Y así,
largo rato. Quería desconectarse del tema que lo obsesiona. Dentro de tres
horas, estaría de nuevo montado en un avión para volar a Bogotá para reunirse
con el presidente Juan Manuel Santos. Era otra victoria. Debía subir a Caracas,
meterse en un flux y montarse en otro avión. Pero no le importa el esfuerzo, el
desgaste, la turbulencia. Se trata de su empresa de vida. Y, quizás, el último
chance para la democracia en un país llamado Venezuela.
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